jueves, 16 de agosto de 2012

Fronteras y pulperías


Una frontera es una línea convencional que marca el confín de un Estado. Las fronteras pueden ser delimitadas de forma física (con muros o alambrados), aunque no siempre ocurre de esta manera. Por eso se habla de convención: los diferentes países acuerdan hasta donde llegan sus respectivos límites; al pasar dicho límite (la frontera), se ingresa en el territorio del país vecino.
La frontera, por lo tanto, marca una soberanía. El gobierno  de un país tiene autoridad dentro de los límites de sus fronteras. Lo que ocurre más allá, aunque sea a unos pocos metros, está fuera de su incumbencia, siempre y cuando no afecte sus intereses nacionales.
Las fronteras pueden ser terrestres, aunque también existen fronteras marítimas, fluviales, lacustres y hasta aéreas. Toda frontera suele ser vigilada para evitar el ingreso ilegal de inmigrantes o de productos prohibidos (como drogas u objetos de contrabando).




La pulpería era un centro de abastecimiento de vestuario, medicinas, herramientas, alimentos, objetos de uso cotidiano; también, un lugar de sociabilidad donde los pobladores se reunían a conversar sobre acontecimientos políticos, chismes y a realizar actividades de esparcimiento. Se las podía encontrar tanto en la ciudad como en la campaña.

Los viajeros de la época describieron a la pulpería como una taberna donde acudía la gente de campo. Se trataba de un rancho con una sala principal y la trastienda, con paredes de adobe y techo de paja, piso de tierra apisonada o de ladrillo cocido. La entrada de la casa daba sobre el camino y tenía un cuadrado abierto en la pared, a veces protegido por barras de madera o hierro apoyadas sobre un mostrador, a través de la reja el propietario despachaba a los clientes. Éstos quedaban protegidos bajo un cobertizo. Detrás del mostrador, y apoyados sobre estantes, exhibían los productos que tenía a la venta.

Algunas pulperías contaban con mesas y bancos en los que los clientes se sentaban  en ocasiones a jugar al truco y a beber o a deleitarse con el sonido de una guitarra y los versos de algún payador.

El palenque fue un elemento que caracterizó a la pulpería. Allí los concurrentes ataban sus caballos y, muchas veces, sin descender de ellos, tomaban unos tragos y conversaban con otros asistentes.

Generalmente, en los alrededores del salón, el pulpero preparaba una buena cancha para carreras cuadreras. Durante la semana, los parroquianos realizaban apuestas y preparaban los caballos que correrían el domingo. Además, se realizaban riñas de gallos y se jugaba a la taba, a las bochas, al pato.  El dueño del negocio se aseguraba así una importante concurrencia.

Algunas pulperías eran visitadas por los hombres en busca de compañía femenina.  Eran mujeres llamadas cuarteleras, porque se trasladaban con los soldados de frontera. Según relatos de viajeros, se las podía encontrar sentadas, fumando, tomando mate y peinándose mutuamente los cabellos hasta que sus encantos cautivaran a algún parroquiano.

Se estima que la cantidad de pulperías registradas hacia fines del siglo XVIII era de 140 aproximadamente.  Otro tanto existía sin que sus propietarios las hayan registrado, como una forma de evadir impuestos. El conjunto de pulperías diseminadas en la campaña bonaerense constituyó una importante red de comercialización que incluyó hasta los lugares más inhóspitos. El pulpero fue un intermediario -sobretodo de cueros- entre pequeños y medianos productores rurales y los grandes comerciantes exportadores.

El pulpero es caracterizado en diversos escritos como hombres mal entrazados, toscos, de poca instrucción; sin embargo, investigaciones realizadas en los últimos años los coloca formando parte de los sectores medios que poblaban la campaña, con posibilidad de acceder a una vivienda de varias habitaciones, mobiliario confortable, vestimenta austera, algunos incluso podían tener esclavos y propiedades rurales.



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